martes, 21 de enero de 2014

Las redes sociales, aberración mayúscula de nuestro tiempo



Las redes sociales, como criadero del ego vacuo en un nido perenne de ignorancia, se desvelaron ya desde sus albores como la muestra palpable más grotesca de decadencia humana. Aunque este agujero negro, engullidor insaciable de todo lo que es saludable y elevado para el espíritu, se proyectó con objeto de proporcionar a la más tierna juventud en celo un rincón personal en el que exhibir sin el menor pudor sus externalidades y ocultar sus carestías, de modo absolutamente sorpresivo acabó por extenderse, cual mantequilla en pan caldeado, sobre todo individuo, sin consideración de edad, status o burda inclinación política dentro de su socorrida democracia. Reseñable es que el neoliberalismo democrático encaja como anillo en dedo enjabonado en esta nueva raza de subproductos humanos. Esta juventud, que en estos momentos clama al cielo por un futuro laboral que el cainismo neoliberal les susurró y perjuró ya en la misma incubadora de la vida, se indigna –qué palabra tan fea- y lloriquea en su actual condición de plañidera becaria. No obstante, el caso que aquí atañe es el de las recientes vetustas incorporaciones: Facebook, ese juvenil invento para viejos.

Ya se ha hablado y escrito suficientemente, o no, sobre cómo las redes sociales priorizan la imagen sobre la palabra, o de cómo están diseñadas exclusivamente para dar cabida a la lisonja y al paroxismo, o de la volatilidad de la información estéril ahí vertida frente a aquello que clama perpetuidad, o de sus altos contenidos en nicotina, o de que permiten a los ideólogos y beneficiarios del ultra-consumismo mundial ahorrarse costosos estudios de marketing, o de que el fin último para su usuario es un fin sexual, pero poco o nada he leído sobre cómo actúa alimentado al ególatra que reside en los adentros del populacho, tanto que los abuelos se nos van ahora de putas en compañía de sus nietos.
Entre nuestros adolescentes, pues, se comprende hasta cierto punto este comportamiento: son jóvenes. Buscan sexo. Cómo van a mostrar interés por un libro. No hay más. Pero, he aquí la gran pregunta: ¿Qué ha llevado a las viejas generaciones, después de transcurrida la mitad de su vida sin sentir esta ahora ineludible necesidad, a unirse al denigrante mundo de las redes sociales? La repuesta no se antoja nada sencilla, por lo que procuraré darle contestación dando un rodeo: ¿Qué podría llevar a un veinteañero lisiado a usar bastón para desplazarse? Planteamiento estúpido, ¿verdad?, puesto que hasta planteado éste a un niño de ocho años, respondería que nada, que en situación de minusvalía física el sujeto en cuestión optaría por medios adecuados para tratar de solventar, en la medida de lo posible, su deficiencia, que utilizaría su raciocinio para descartar inmediatamente esta opción. Pero si obligas al entrevistado a inquirir un razonamiento afirmativo, te diría que sería ciertamente una forma ineficaz, improductiva y absurda de afrontar su problema. Así pues, la raíz de este comportamiento nos vislumbra ahora respuesta diáfana a mi primera pregunta: su anquilosamiento, su minusvalía intelectual. Ésta los conduce a acercarse a este burdo invento. Se sienten cómodos, abrigados por una continúa retroalimentación entre sus innumerables iguales. Además, les hace creer inverosímilmente que su palabra emana valor, tal es el juramento democrático. ¿Qué produce la ignorancia con ánimo de disimular su presencia? Ego. El vulgo está convencido de que su empeño en proferir simplezas en un vano intento por dar notoriedad a su personalidad en un mundo impersonal y mecanicista merece la atención de los de su calaña. Pero claro, si él lo cree, así será, pues toda la masa lo cree correcto también y actúa de modo semejante. Así se genera esta espiral sin fin de estupidez, la cual lleva a quien es ajeno a ella a sentirse un tanto raro en primera instancia. Más tarde se siente a sí mismo la excepción, la flor que crece entre la mala hierba. ¿A quién coño creéis que le importa vuestra mierda de vida, chandalas? Es curioso comprobar la sencillez pasmosa con que se puede retratar a cualquier individuo con solo dar un repaso a sus publicaciones en una red social, y, comprobado esto, descubrir el que, sin lugar a equívocos, es el común denominador a todos ellos: Supuran analfabetismo evangelizado en egolatría.
No harta la plebe de divulgar su situación sentimental, sus edulcoradas o fantasiosas relaciones sociales y sus más que dudosas proezas, se propuso, con fina delicadeza de sastre, alcanzar la cima de lo macabro y nauseabundo. Escribir condolencias, lamentos, obituarios, dedicatorias póstumas en una red social a un ser cercano recién fallecido: ¡Qué lejos se ha llegado! En este obcecado empeño de la liberal democracia por dar un altavoz, por pequeño y miserable que sea, a todo individuo, se traspasaron, en este caso, todos los límites imaginables. Qué mejor que complementar el rito fúnebre cristiano con el Facebook, ¿verdad? ¿No encajaría un sepelio mejor, puestos a modernizar a La Parca, con el vestuario estrafalario de Agatha Ruiz de la Prada y los tirantes del manipulador “tumba-pone” gobiernos de su marido? ¿O directamente publicar la esquela en su periódico, ése que la gente juiciosa usa a modo de papel higiénico? Seriamente reflexionando, ¿qué otro fundamento puede tener llevar la muerte a una red social que no sea satisfacer el voraz ego del que publica tales cédulas, donde son recibidas con un festival de halagos y agradecimientos por parte de toda la ralea de seguidores? ¿Qué ruindad es ésa de aprovecharte de una tragedia, del sufrimiento de unas personas, para retribuir a tus instintos más miserables? ¿Qué otra razón podría mover dar publicidad al hecho en cuestión cuando lo tradicional y natural es reservarlo exclusivamente al ámbito privado? A mí ya sólo me resta el sarcasmo como acto reflejo ante tal aberración.
Desde otra perspectiva, ya se han posicionado como una recurrente fuente de información para los medios de comunicación de este país, especialmente como mecanismo de relleno en los noticiarios de los mass media -Eufemismo de medios de comunicación para retrasados mentales - , actuando a modo de ganapanes con las redes sociales. Cualquier famosillo cateto del tres al cuarto, se haga llamar Fernando Alonso, Sergio Ramos o Belén Esteban, dispone de una o varias redes sociales con ánimo de hacerse sentir un poco más cerca de sus incondicionales, de tener un contacto más íntimo y personal con ellos. No alcanzo a imaginar a Quevedo escribiendo las punzantes sátiras dirigidas a Góngora en Twitter, o a Goya subiendo una foto de su última creación a Tuenti ansioso de “me gusta”. Pero es la terrible realidad que nos ha tocado vivir: un mundo convertido en un gigantesco ovillo de simplicidad y vulgaridad, donde a aquellos  que nos sabemos excepciones no nos queda más opción que sorber la amarga savia de la resignación, agarrándonos fuertemente dentro de nuestra burbuja a la cultura que esta sociedad iletrada pretende pisotear con sus pies de atleta. ¿Por qué ocurre esto? El pacifismo y el bienestar son agua estancada que, aunque en el escampe de una tormenta se visualice agua pura y cristalina recién derramada, con el paso del tiempo, si no es desembalsada y renovada, ésta acaba por pudrirse. Son las revoluciones, la desobediencia  y el conocimiento las que reavivan el vigor de los pueblos, las que les suministran un nuevo aliento vital, las que rompen las presas que el sistema construye con objeto de provocar la putrefacción de las aguas acumuladas tras las tempestades del pasado. La civilización occidental lleva largo tiempo sin verse envuelta en ningún conflicto de magnitud sustancial. No por falta de razones o de necesidad, sino por un sistema que, aprendidas las lecciones de la historia, ha sabido cercenar cualquier arrebato que pudiera generarlo. Y así estamos; y así seguiremos: embobados con redes sociales, televisión, comida basura, tecnologías de última generación, cerveza, fútbol, consumismo exacerbado y ensueños de banalidad.
Dijo Rousseau: "El derecho que tengo a votar me impone el deber de instruirme". Y yo digo: ¿con qué derecho un ignorante, después de toda una vida de orgulloso desprecio por la cultura, exige nada a la plutocracia? Es una merecida esclavitud aconfesional. Nada más merecida que esta situación de miseria y degradación: el ojo acusador y distante de la historia sabrá juzgarlo del modo que le corresponde.
Sed bienvenidos al siglo XXI, sed halagados internándoos tras las murallas del reino de la estupidez, al cementerio de la cultura y del afán de conocimiento. Sus restos descansan en carcomidos ataúdes bajo una vergonzante capa de democracia y liberalismo. Es menester de la clase aristocrática engalanarse con las vestiduras propias del noble oficio de sepulturero y, bajo el cobijo de las noches sin estrellas, tratar de desenmascarar esta extensa mácula que desluce el rostro de la humanidad. 

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