sábado, 25 de mayo de 2013

Por qué dejé de ser español

Difícil cuestión, pero intentaré responderla con la mayor elocuencia posible. Haciendo alusión con el título al libro del inteligente y siempre polémico Federico J. Los Santos en el que intenta explicar por qué dejó de ser de izquierdas, yo trataré, por mi parte, de hablar de mi tierra, nación, reino, ¡o marca! -como se ha obstinado en denominarla a día de hoy el derechismo ultra-liberal- y de la decepción que me causó en una gélida mañana de desengaño patriótico. ¡Ni Dios ni patria!, pensé con estupor, desde el despecho asociado a un temerario escapista de la depravación educativa que supuso la LOGSE y desde la intolerancia que desprende y absorbe un anárquico social con ciertos aires fascistas cuando golpea fuerte y racheado el viento de poniente.

Quiero hablar de España, esa piel de toro marchita, corroída por la envidia, por la codicia, por la malicia… y avasallada, desde tiempos inmemoriales, por la todopoderosa incultura que campa sin oposición desde el pirineo navarro atravesando los extensos campos de Castilla para alcanzar la desembocadura del Guadalquivir; desde la catedral de Santiago a la Alhambra de Granada, desde la Sagrada Familia de Barcelona hasta la Giralda de Sevilla. La resentida y pendenciera España, mil veces suicidada, vergüenza de Europa, que llegada la ocasión no supo, o no quiso, ni ponerse cara al sol ni teñir de rojo su porvenir, que no supo unificar el pensamiento de Durruti, de Prieto y de Primo de Rivera. En palabras del anarquista Diego Abad de Santillán: "Los españoles de esta talla, los patriotas como él, no son peligrosos, y no se han de considerar enemigos. ¡Cómo habría cambiado el destino de España si hubiera sido posible un acuerdo entre nosotros, tal como deseaba Primo de Rivera!". Muertos los portadores de la bandera rojinegra  –casualmente el mismo aciago día de noviembre-, España permaneció amilanada, mirando a los cielos y al infatigable látigo del patrón, custodiado y enardecido por el pequeño sectario bribón, una vez desterrado el que equívocamente se creyó último Borbón; valga la sutil rima. Este energúmeno derechista, como seguramente lo hubiese apodado Alcalá Zamora, y vástago primogénito de la diosa Fortuna, brindó pletórico de júbilo desde la capital del protectorado marroquí al mando ya del los fieros novios de la muerte, al inoportuno fatídico accidente de José Sanjurjo en primer lugar y al de Mola un año más tarde, así como a la tumba de la más que evitable ejecución sumaria del ya mencionado José Antonio en Alicante. Lorca hubiera lamentado y llorado su trágica e injusta muerte de no haber corrido, fruto del fanatismo, la misma suerte meses antes: “Aizpurua es un buen chico, que admira mis poemas. Es como José Antonio. Otro buen chico. ¿Sabes que todos los viernes ceno con él? Solemos salir juntos en un taxi con las cortinillas bajadas, porque ni a él le conviene que le vean conmigo ni a mí me conviene que me vean con él”, pero por ambos era sabido que en tiempos de barro, sangre y mierda la bayoneta resulta más contundente y letal que la ociosa palabra; hablada en el caso de José Antonio y escrita en el caso de Lorca. La desatada pasión guerrera, incluso poética, de unos pocos durante la segunda república, unida a una talla intelectual acorde, murió asesinada o partió hacia el exilio a manos del hijoputismo genuino español que nos ha caracterizado desde el punto histórico crucial sobre el que converge la existencia de nuestra agostada nación: la victoria cristiana en Las Navas de Tolosa. Españoles auténticos como ellos no volverán a nacer; su propugnada justicia social, para nuestra desgracia, no pudo vencer al azote de Dios ni a la orgullosa imbecilidad genética hereditaria.

Quiero hablar de la sucia y mísera España, ya apuñalado su embrión por los descendientes de Pelayo en el alba del renacer cristiano allá en los montes de Asturias. Finalizado victoriosamente el mismo y unidas en santo matrimonio las coronas de Castilla y Aragón, la misión histórica que siempre adoptó fue la divulgación, o más bien imposición, de su fe judaica allá donde ponía sus pies de barro durante el transcurso de aquella esplendorosa época en la que no se ponía el sol sobre sus dominios. Expolio de plata, esclavitud, mestizaje y violación de mujeres indias –dado el desencanto que generaba la más que recurrente opción a la sodomía que producía navegar por los mares y océanos en el siglo XVI- frente al exterminio sistemático de las tribus indias aborígenes decretado por el invasor puritano al norte del Nuevo Mundo. El inexistente e imposibilitado saber científico que Torquemada se apresuró con avidez en conducir a la hoguera nos mantuvo siempre en la retaguardia del progreso, regocijados en enajenaciones quiméricas de salvación divina para consuelo del Papa de turno. Entrado de lleno el siglo de oro, los delirios de grandeza de los Austrias nos condujeron a tierras flamencas en busca de honor y de gloria, conceptos que siempre estuvieron lejos del alcance del ciudadano español –castellano, aragonés, navarro,… más correcto en aquella época-. Ya resulta imposible escuchar los ecos de aquel legendario grito de guerra: "¡Santiago y cierra, España!", bramado por los tercios en Breda, herederos del espíritu caballeresco de Almanzor durante la mal llamada reconquista. Las picas en Flandes y la guerra declarada a los elementos dieron inicio al declive de nuestro poderío bélico, el cual los sultanes otomanos experimentaron en sus carnes castrenses, no sin antes dejar manco al español más plausible y afamado fuera de nuestras fronteras y llegando previamente a atemorizar y a poner en jaque a la ciudad de Viena y, por consiguiente, extender sobre todo el continente la alargada sombra de Alá. Cuatro siglos más tarde, tuvo el infame Mckinley que envolver en llamas el Maine en la bahía de la Habana para que los brillantes literatos españoles escribieran apesadumbrados, si bien con gran elocuencia, que no éramos nada y que nunca lo habíamos sido. Luego intentaríamos consolarnos ensangrentando las dunas estériles de Riff tras llegar a deshora al reparto, a escuadra y cartabón, del caramelizado pastel africano ante la voracidad europea del siglo XIX; norte africano en el que Abd-el-Krim nos daría a probar de su infierno y nos hundiría aún más en la eterna depresión transmitida de generación en generación. Para terminar tomando al asalto, ya en nuestro siglo y poniendo de relieve nuestro renovado patetismo, la irrisoria isla de Perejil con el fin de intentar evocar el triunfante desembarco de Alhucemas –posible únicamente gracias a la inestimable ayuda de la interesada república francesa- y la inapelable pacificación del territorio rifeño.

Con el costoso y definitivo franqueo de los Pirineos por el nieto del Rey Sol, tras las largas e intermitentes refriegas con el heredero austracista, llegaría la ansiada venganza del Animoso: primero militar, bombardeando el principal foco de rebeldía opositora: la Barcelona de Casanova; y después legislativa, decretando la forzosa y, ésta sí, real unión -institucional, jurídica y lingüística- de los eternamente discordantes reinos de España. Fue necesaria más de una década de guerra para conseguir lo que el porfiado autoritarismo del valido del cuarto monarca Habsburgo no pudo y siempre anheló; sin embargo, los tan repudiados borbones en el noreste de la península no pudieron atajar su espíritu nacionalista. Una imperecedera hostilidad se extiende en el tiempo hasta la época actual y que no parece que vaya a cesar en un futuro próximo, por la sencilla razón de que cuanta más opresión suscitas, más odio engendras en el sojuzgado; ya reparó en ello Napoleón en su momento: “Los catalanes son franceses confundidos”. Una vez llegado uno de los escasos momentos de nuestro pasado con motivo para el orgullo patrio, inmortalizado por Goya para la posteridad, rápidamente se destapó el tupido velo de ilusión creado por la osadía del espíritu del mundo montado a caballo, como Hegel lo definió. En los pueblos ibéricos se empezaron a oír estruendosos tambores y gritos de guerra: “¡muerte, muerte al afrancesado traidor!” “¡Devolvednos al francés legítimo!” “¡Traed de vuelta al Borbón!”; de la primera oportunidad de construir una España digna, a vivir la etapa más lóbrega de nuestra historia, casualidades del destino patrio. Pocos años después del asentamiento del rey más nefasto que haya reinado en esta tierra pícara y pendenciera, cabe también mencionar el fallido intento del general Riego de devolverle esa dignidad perdida. Su aventurado arrojo no comprendió lo banal de semejante esfuerzo y su fortuna, anunciada con antelación en Europa, fue la de todo español auténtico: traicionado, conducido hacia el patíbulo, ejecutado y humillado por el mismo populacho que, antes de la fugaz entrada de los cien mil hijoputas de San Luis, le había aclamado. Pronunciamientos, carlismo, desamortizaciones, cantonalismo y caciquismo para cerrar el turbulento y calamitoso siglo dos años antes de lo previsto, sin habernos percatado aún de las sucesivas revoluciones industriales.

Las más longevas y evidentes lacras de nuestra historia: la cruz y el Borbón, ahí siguen, en el S.XXI, haciendo acto de presencia ignominioso y demostrando empíricamente que los nacidos en esta tierra no somos más que un puñado de mezquinos, vulgares y acomplejados mercenarios de Dios que siempre tuvimos y tendremos lo que nos merecemos: una eterna espiral de desgracia condescendiente. Oportunidades en el pasado para remediar nuestra desdicha tuvimos las suficientes, aunque todas ellas se revelaran infructuosas y, de este hecho, se puede llegar a la nítida conclusión de que el individualismo y la insolidaridad adscritos a la actual concepción global del mundo hacen inviable la creación de la España soñada por los idealistas del pasado, los españoles auténticos. Si para algo sirve la historia es para aprender de ella y, asimismo, comprender los problemas que acucian nuestro presente y oscurecen nuestro ya de por sí sombrío futuro. A día de hoy sólo se me ocurre pensar: qué razón tenía Adolf Hitler cuando sentenció con gran clarividencia: “Quizá la mayor y mejor lección de historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia”; doy por supuesto que pronunciaría esas certeras palabras incluyéndose a sí mismo tras cometer el mismo error que su homónimo francés en 1812. Los seres humanos, por imbecilidad o por ignorancia, tendemos irremediablemente a repetir los errores del pasado. Conclusión explicable como una especie de eterno retorno nietzscheniano, no se me ocurre otro análisis igual de acertado. En España, hemos vuelto al 29´ estadounidense y recemos, como buenos españoles, para no volver a nuestro 36´, ¿o quizá sí? La guerra suele ser, sin lugar a equívocos -que le pregunten a Roosevelt-, la mejor cura contra las grandes depresiones. Al menos, quizá debiéramos recuperar el pistolerismo del 17´ y, de ese modo, tratar de abatir el “picapleitismo”, el cinismo, la demagogia y la incompetencia que caracterizan a nuestros viles gobernantes, acomodados en el amparo de su bien hilada telaraña de leyes. Nunca es tarde para aspirar a crear una España aséptica de imbecilidad y de impunidad con los plutócratas. Como resumen, citando a Reverte: “No es casualidad que todos nuestros tiranos mueran en la cama”.






















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