Día
típicamente soleado de junio en la capital aragonesa. El Ebro cruza, animado
por el deshielo, bajo el puente de La Almozara y bordea cauteloso la Basílica
del Pilar, para seguidamente continuar incansable su curso con rumbo firme
puliendo las rocas que se van interponiendo en su camino. En Fontibre tomó la
meditada decisión de morir en tierras catalanas, convencido de poner fin a su
agonía mezclando sus dulces aguas con las del Mediterráneo en el hogar de la
desatada voz catalana de mayor poderío y registro vocal, poseído por el
atrayente hechizo del aún resonante eco emanado de sus explosiones sonoras.
Desciendo del autobús que ha recorrido transversalmente el norte del país hasta alcanzar la ciudad de Octavio Augusto y me detengo por un instante a respirar el aire
turbado del andén, contaminado por los tubos de escape del incesante trasiego
de autobuses que arriban y toman salida hacia los distintos puntos geográficos
de la península. Unos minutos más tarde, una vez situado en el exterior de la
estación, me sitúo bajo el tórrido sol que acompaña al estío maño para
respirar, tras innumerables horas de soporífero trayecto, la afectuosa brisa
saneada en el río que tanto me urgía inspirar. Mujer, muchacha y mujerzuela
maña pasean entremezclando sus definidas siluetas por las concurridas avenidas
zaragozanas, destapando sus lujuriosos encantos femeninos y procurando un
incontrolable estado de celo sobre el macho cabrío, incapaz de contener sus
instintos más pecaminosos una vez transcurrido el manto apático al que nos
apega la temporada invernal. Los alérgicos a las gramíneas nos refugiamos en
nuestro aislamiento primaveral en extenuante espera de que la noche de San Juan
ponga fin a la tormenta histamínica que tan incómodo ha hecho nuestro día a día
durante los últimos dos meses; junio es el mes más cruel. El cierzo, azuzado en
las cumbres pirenaicas, desciende hacia los valles removiendo violentamente el
omnipresente polen en su incontrolable vaivén, e imposibilita que sus sufridos
simpatizantes podamos llevar a cabo nuestros quehaceres diarios con la
naturalidad y desenvoltura habituales.
Sus
más ilustres ciudadanos son rememorados a través de la cesión de sus nombres a
algunas de las calles y edificios públicos, confundidos entre los vestigios de
las denominaciones arábigas soportadoras de la implacable cristianización
llevada a cabo durante baja edad media. Ya nadie recuerda cómo el general
Palafox declaró, montado en cólera, feudo inexpugnable la plaza zaragozana, al
mismo tiempo que Agustina de Aragón se ataviaba, hoz y horca en mano, con
raídos harapos guerreros listos para ser impregnados de borboteante sangre
invasora; el general corso pagó caro ordenar el sitio de la ciudad en su rápido
avance por la península. Lamentablemente, tampoco permanece en la memoria del
ciudadano maño cómo Servet traicionaba una existencia dedicada a Dios y decidía
entregar su vida en favor de la causa científica. La música de Héroes del
Silencio, el cine de Buñuel y las pinturas de Goya ya forman parte únicamente
de la hemeroteca y de los tibios museos repletos de guiris. En lugar de
cultivar nuestra memoria histórica, convertimos al Gran Capitán en un vulgar
anunciante de quesos, perturbando su descanso y provocando que sus polvorientos
huesos martilleen estruendosamente desde ultratumba.
Sin olvidar, por otra
parte, que como cualquier gran ciudad española, la urbe aragonesa cayó presa del despilfarro y de la mala praxis política
durante los años del milagro económico español, del cual no se hubieran librado
ni las ignífugas arenas de Los Monegros de haber continuado esa tendencia especuladora. La
bonanza económica del pasado reciente se manifiesta abiertamente y sin
complejos con ese costoso e ineficiente tren de ejecutivos que hace tímida pausa aquí, a medio camino entre la rivalidad patológica de las dos grandes
capitales españolas. Tampoco es necesario rebuscar en recónditos rincones
para toparnos con los restos de la fallida Expo; algunos lugareños no dudan en
señalar, con gran convencimiento, que pasear por ese páramo hormigonado es
calidad de vida. En contraposición al lado norte del Ebro, los estragos del
tiempo hacen mella en la arquitectura de su casco histórico y alrededores, su
belicosa historia queda patente ya en el mismo templo mariano, con las defectuosas
bombas republicanas que irrumpieron por sus cúpulas para asentarse inertes en
su interior. Zaragoza: ciudad vieja y ciudad nueva por igual. Mi rápida
visita a la metrópoli aragonesa no ha sido en balde. Después de devorar, como
buen alistano enamorado de la carne, un suculento ternasco de Aragón sobradamente sazonado, hago uso de nuevo del transporte público para poner rumbo de nuevo a
tierras zamoranas y poner punto final a una fugaz mirada del ambiente e historia
zaragozana.
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