“Hoy es un día de gran importancia
en vuestras vidas, hoy debéis comulgar con Dios, niños”. Esas son las sabias
palabras que, ligeramente acongojados, escuchamos de un sacerdote con tan sólo
ocho años. Nunca he sido muy dado a acudir a la iglesia, más que nada por los
devotamente apetecibles instintos homicidas latentes en mi ser obra de El
Maligno. Sin embargo, a la edad señalada, caí en la encerrona como todos y
comulgué, respondiendo mecánicamente con un sí a todas las consignas exigidas
por el señor de la sotana con el fin de que me dejara en paz y poder ir a
pegarle patadas a un balón. En primer lugar, creer, y en segundo lugar, pensar
y refutar tu creencia, si es que tu degenerada condición humana te alcanza para ello. En
mi caso, doy gracias a Dios por haber podido liberarme de la insipidez de su secta
judaica, de su credo nihilista malhechor. Ahora me viene a la cabeza una frase
que escuché en esa joya del cine español llamada Viridiana: “No necesito que
ningún cura me dé su bendición para estar con una mujer”. Hoy no se trataba de
matrimonio, pero, sacramento arriba, sacramento abajo, se trata del mismo
espectáculo dantesco. Para un proscrito de Dios como soy yo, resulta digno de
mofa observar cómo arraigan ciertas tradiciones en las mentes primitivas de las
sociedades subdesarrolladas culturalmente.
Llega el agradable tiempo primaveral
de mayo y se suceden más y más celebraciones eclesiásticas. El sol se impone
radiante en lo alto, para hacernos disfrutar de la bella arquitectura a la que
tanto sudor y esmero se dedicaron en el pasado con el fin mantener complacido a
Yahvé y, al mismo tiempo, aplacar su temible ira, que las pecaminosas Sodoma y
Gomorra pudieron experimentar en sus lujuriosas carnes. El repique de campanas
crea el ambiente que nos acerca un poco más a Él y nos atrae sonámbulos hacia
su gracia divina. Hoy acudo de oyente, a hacer acto de presencia obligado, pues
ni qué decir tiene que en libre elección hubiese optado por quedarme leyendo El
Anticristo tranquilamente en mi casa. Las mujeres se engalanan con la moda
primavera-verano de El Corte Inglés, qué mejor que el motivo religioso para
lucir extravagancia; los hombres se ciñen la corbata y ponen a punto la cámara
de fotos para inmortalizar el momento. Los niños, de marineros, me recuerdan la
tradicional conexión histórica Iglesia-ejercito en España; mientras que las
niñas, de impoluto blanco puritano, convergen como antesala preparatoria del
matrimonio. Los observo cariacontecido y únicamente veo a los próximos
tertulianos de Intereconomía, pregonando, desde la arrogancia congénita de los
picapleitos, que con Fernando VII esto no pasaba -Al supuesto laicismo del
Estado, me refiero-. Comienza la liturgia y los críos inocentes recorren el
pasillo central del templo cristiano preguntándose qué travesura tan grave
habrán cometido como para que sus padres les sometan a tan cruel condena. De
repente, la servidumbre de Dios comienza a entonar al unísono: “La misa es una
fiesta de Dios, la misa es una fiesta que nos une…”, y pienso, desde el
sarcasmo, que sin lugar a dudas este tema podría llegar al número uno de Los 40
principales, calidad musical para la emisora desborda. Me introduzco
discretamente en ese frívolo ambiente, una observadora oveja del rebaño más por
una hora a la que corroe un odio purificador de malsanos. De rodillas, en pie…
de rodillas, en pie… los obedientes feligreses acatan las órdenes del pastor.
En estos momentos sólo se me ocurre verter espumarajos hacia Constantino y el
Edicto de Milán y evocar los tiempos en los que los cristianos eran asesinados
sin oponer resistencia en los circos de la antigua Roma, creyéndose mártires a
los que Dios acogería en la calidez de los cielos; luego se vengarían quemando
a Giordano Bruno en la hoguera y lastrando el progreso científico de la humanidad:
“La venganza se sirve fría”, proclamó San Pablo Apóstol. En nuestros infames
tiempos, en vez de permitirnos crucificar boca abajo a curas pedófilos, sólo
nos es ofrecida la triste posibilidad de no marcar la X en la declaración de la
renta, que nos es vendida haciendo alegato a la labor social de Cáritas.
Semejante celebración no podía
finalizar sin un opíparo banquete, a cuenta del Todopoderoso y a la salud del
niño, que dudo que se haya enterado muy bien qué coño pintaba rodeado de
esculturas con expresión de dolor y sufrimiento y escuchando el sermón
infumable de ese manipulador de mentes débiles. Todo su discurso se dirigió a la
salvación, al miedo a la muerte: ahí radica la supervivencia de esta depravada
Fe, esparcida como la peste durante la Edad Media. Cómo desearía haber vivido
los tiempos de bacanales y orgías de Calígula, tiempos en los que hasta un
caballo podía llegar a cónsul; Roma: la tierra de las oportunidades.
El cristianismo: proclama amor e
infunde temor, promete salvación y sólo nos ofrece compasión. Es la clara
definición de debilidad y cobardía que sólo los discípulos de Nietzsche
percibimos. Y yo me pregunto, ¿Qué será antes, la llegada de El Anticristo o la
segunda vuelta de Cristo?
Yo, como Buñuel, soy ateo gracias a
Dios.
Non Serviam.
«La única iglesia que ilumina es la que arde.» Buenaventura Durruti
«La única iglesia que ilumina es la que arde.» Buenaventura Durruti
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