miércoles, 8 de mayo de 2013

Domingo de animadversión


“Hoy es un día de gran importancia en vuestras vidas, hoy debéis comulgar con Dios, niños”. Esas son las sabias palabras que, ligeramente acongojados, escuchamos de un sacerdote con tan sólo ocho años. Nunca he sido muy dado a acudir a la iglesia, más que nada por los devotamente apetecibles instintos homicidas latentes en mi ser obra de El Maligno. Sin embargo, a la edad señalada, caí en la encerrona como todos y comulgué, respondiendo mecánicamente con un sí a todas las consignas exigidas por el señor de la sotana con el fin de que me dejara en paz y poder ir a pegarle patadas a un balón. En primer lugar, creer, y en segundo lugar, pensar y refutar tu creencia, si es que tu degenerada condición humana te alcanza para ello. En mi caso, doy gracias a Dios por haber podido liberarme de la insipidez de su secta judaica, de su credo nihilista malhechor. Ahora me viene a la cabeza una frase que escuché en esa joya del cine español llamada Viridiana: “No necesito que ningún cura me dé su bendición para estar con una mujer”. Hoy no se trataba de matrimonio, pero, sacramento arriba, sacramento abajo, se trata del mismo espectáculo dantesco. Para un proscrito de Dios como soy yo, resulta digno de mofa observar cómo arraigan ciertas tradiciones en las mentes primitivas de las sociedades subdesarrolladas culturalmente.

Llega el agradable tiempo primaveral de mayo y se suceden más y más celebraciones eclesiásticas. El sol se impone radiante en lo alto, para hacernos disfrutar de la bella arquitectura a la que tanto sudor y esmero se dedicaron en el pasado con el fin mantener complacido a Yahvé y, al mismo tiempo, aplacar su temible ira, que las pecaminosas Sodoma y Gomorra pudieron experimentar en sus lujuriosas carnes. El repique de campanas crea el ambiente que nos acerca un poco más a Él y nos atrae sonámbulos hacia su gracia divina. Hoy acudo de oyente, a hacer acto de presencia obligado, pues ni qué decir tiene que en libre elección hubiese optado por quedarme leyendo El Anticristo tranquilamente en mi casa. Las mujeres se engalanan con la moda primavera-verano de El Corte Inglés, qué mejor que el motivo religioso para lucir extravagancia; los hombres se ciñen la corbata y ponen a punto la cámara de fotos para inmortalizar el momento. Los niños, de marineros, me recuerdan la tradicional conexión histórica Iglesia-ejercito en España; mientras que las niñas, de impoluto blanco puritano, convergen como antesala preparatoria del matrimonio. Los observo cariacontecido y únicamente veo a los próximos tertulianos de Intereconomía, pregonando, desde la arrogancia congénita de los picapleitos, que con Fernando VII esto no pasaba -Al supuesto laicismo del Estado, me refiero-. Comienza la liturgia y los críos inocentes recorren el pasillo central del templo cristiano preguntándose qué travesura tan grave habrán cometido como para que sus padres les sometan a tan cruel condena. De repente, la servidumbre de Dios comienza a entonar al unísono: “La misa es una fiesta de Dios, la misa es una fiesta que nos une…”, y pienso, desde el sarcasmo, que sin lugar a dudas este tema podría llegar al número uno de Los 40 principales, calidad musical para la emisora desborda. Me introduzco discretamente en ese frívolo ambiente, una observadora oveja del rebaño más por una hora a la que corroe un odio purificador de malsanos. De rodillas, en pie… de rodillas, en pie… los obedientes feligreses acatan las órdenes del pastor. En estos momentos sólo se me ocurre verter espumarajos hacia Constantino y el Edicto de Milán y evocar los tiempos en los que los cristianos eran asesinados sin oponer resistencia en los circos de la antigua Roma, creyéndose mártires a los que Dios acogería en la calidez de los cielos; luego se vengarían quemando a Giordano Bruno en la hoguera y lastrando el progreso científico de la humanidad: “La venganza se sirve fría”, proclamó San Pablo Apóstol. En nuestros infames tiempos, en vez de permitirnos crucificar boca abajo a curas pedófilos, sólo nos es ofrecida la triste posibilidad de no marcar la X en la declaración de la renta, que nos es vendida haciendo alegato a la labor social de Cáritas.
Semejante celebración no podía finalizar sin un opíparo banquete, a cuenta del Todopoderoso y a la salud del niño, que dudo que se haya enterado muy bien qué coño pintaba rodeado de esculturas con expresión de dolor y sufrimiento y escuchando el sermón infumable de ese manipulador de mentes débiles. Todo su discurso se dirigió a la salvación, al miedo a la muerte: ahí radica la supervivencia de esta depravada Fe, esparcida como la peste durante la Edad Media. Cómo desearía haber vivido los tiempos de bacanales y orgías de Calígula, tiempos en los que hasta un caballo podía llegar a cónsul; Roma: la tierra de las oportunidades.
El cristianismo: proclama amor e infunde temor, promete salvación y sólo nos ofrece compasión. Es la clara definición de debilidad y cobardía que sólo los discípulos de Nietzsche percibimos. Y yo me pregunto, ¿Qué será antes, la llegada de El Anticristo o la segunda vuelta de Cristo?
Yo, como Buñuel, soy ateo gracias a Dios.
Non Serviam.

«La única iglesia que ilumina es la que arde.» Buenaventura Durruti



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