Londres,
London, Londinium. Churchill posa encorvado, pero elegantemente fiel a su
estilo, cercano a la abadía de Westminster sin su habitual puro (dada la
vigente ley anti-tabaco), y el almirante Nelson, con pose caballeresca en lo
alto de Trafalgar Square, intentando visualizar desde qué dirección llegó la
bala de aquel intrépido francotirador francés que le convirtió en leyenda; ambos
como máxima expresión del orgullo anglosajón inmortalizado en piedra. Ahora
todo eso queda únicamente para los anales de la historia, pues la globalización
y el multiculturalismo han acabado casi por completo con la identidad
británica, al menos en Londres. La educación y los modales del ciudadano inglés
permanecen intactos, sin embargo, en su eficiente metro percibes caras
taciturnas para ser, en teoría, un lugar bullicioso, únicamente roto por el
estruendo que causan los vagones al ponerse en movimiento. Rostros serios y
vista fija en el suelo, cumpliendo, con la mente nublada como su cielo, lo que
consideran su deber como ciudadanos británicos. Jornada de nueve a cinco y tardes
de domingo en Hyde Park preguntándose quién coño son y en qué se han convertido,
ya no parecen recordar cómo décadas atrás sus Satánicas Majestades rendían
pleitesía a Lucifer en ese mismo lugar.
Decía
el ya mencionado Churchill: “Desde hace cuatrocientos años, la política
de Inglaterra ha consistido en
oponerse a la más fuerte de las potencias continentales. Nunca le importó cual
fuera esa potencia: le bastaba con que pareciese querer dominar”. El teórico equilibrio europeo
surgido con la ansiada unión ha aniquilado en entusiasmo inglés, ya no habrá
más victorias en Waterloo o Spitfires sobrevolando Londres, logrando que muchos
deban tanto a tan pocos, frente a los belicosos alemanes. Se acabaron los
tiempos de colonización y de expolio de arte egipcio, se deshizo la
Commonwealth, se acabó el imperio.
Pasada
la apacible década de la beatlemanía, parece ser que Dios finalmente salvó a la
reina de aquellos peligrosos y harapientos jóvenes británicos de finales de los
70´. Es probable que aún no se haya repuesto del shock tras observar desde una
ventana de Buckingham Palace, en su 25 aniversario como máxima mandataria de la
Gran Bretaña, la canción que Johnny Rotten le dedicaba pletórico de ira según
descendía con su banda por las aguas del Támesis. Pero, para su alivio, el punk
vivió rápido y murió joven, estaba condenado a suicidarse dando el salto hacia
el lado comercial desde su nacimiento, aquel histórico día en el que Rotten
entró en la tienda de Malcom McClaren con aquella mítica camiseta en la que se
podía leerse: I hate Pink Floyd.
Toda
una generación de españoles cruzando el canal de la Mancha en busca una
oportunidad, por remota que sea, ante nuestra incapacidad para llevar a cabo
una rebelión armada que nos devuelva el futuro que nos ha sido robado con
guante blanco. No resulta difícil reconocernos, puestos a generalizar, con
nuestro pésimo inglés, falta total de modales y fotografiándonos como
gilipollas frente a las pantallas de publicidad de Picadilly Circus. Una semana
inhalando la humedad del ambiente mezclada con el dulce aroma del dióxido de
carbono desprendido de los motores londinenses es suficiente para olvidar por
completo la fiesta, la siesta y la prensa. A pesar de ello, nuestra adaptación
será dura cual la de un iraní en occidente. Good luck, guys!
Well,
lets rock London again!
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