jueves, 21 de febrero de 2013

London calling


Londres, London, Londinium. Churchill posa encorvado, pero elegantemente fiel a su estilo, cercano a la abadía de Westminster sin su habitual puro (dada la vigente ley anti-tabaco), y el almirante Nelson, con pose caballeresca en lo alto de Trafalgar Square, intentando visualizar desde qué dirección llegó la bala de aquel intrépido francotirador francés que le convirtió en leyenda; ambos como máxima expresión del orgullo anglosajón inmortalizado en piedra. Ahora todo eso queda únicamente para los anales de la historia, pues la globalización y el multiculturalismo han acabado casi por completo con la identidad británica, al menos en Londres. La educación y los modales del ciudadano inglés permanecen intactos, sin embargo, en su eficiente metro percibes caras taciturnas para ser, en teoría, un lugar bullicioso, únicamente roto por el estruendo que causan los vagones al ponerse en movimiento. Rostros serios y vista fija en el suelo, cumpliendo, con la mente nublada como su cielo, lo que consideran su deber como ciudadanos británicos. Jornada de nueve a cinco y tardes de domingo en Hyde Park preguntándose quién coño son y en qué se han convertido, ya no parecen recordar cómo décadas atrás sus Satánicas Majestades rendían pleitesía a Lucifer en ese mismo lugar.


Decía el ya mencionado Churchill: Desde hace cuatrocientos años, la política de Inglaterra ha consistido en oponerse a la más fuerte de las potencias continentales. Nunca le importó cual fuera esa potencia: le bastaba con que pareciese querer dominar”. El teórico equilibrio europeo surgido con la ansiada unión ha aniquilado en entusiasmo inglés, ya no habrá más victorias en Waterloo o Spitfires sobrevolando Londres, logrando que muchos deban tanto a tan pocos, frente a los belicosos alemanes. Se acabaron los tiempos de colonización y de expolio de arte egipcio, se deshizo la Commonwealth, se acabó el imperio.


Pasada la apacible década de la beatlemanía, parece ser que Dios finalmente salvó a la reina de aquellos peligrosos y harapientos jóvenes británicos de finales de los 70´. Es probable que aún no se haya repuesto del shock tras observar desde una ventana de Buckingham Palace, en su 25 aniversario como máxima mandataria de la Gran Bretaña, la canción que Johnny Rotten le dedicaba pletórico de ira según descendía con su banda por las aguas del Támesis. Pero, para su alivio, el punk vivió rápido y murió joven, estaba condenado a suicidarse dando el salto hacia el lado comercial desde su nacimiento, aquel histórico día en el que Rotten entró en la tienda de Malcom McClaren con aquella mítica camiseta en la que se podía leerse: I hate Pink Floyd.

Toda una generación de españoles cruzando el canal de la Mancha en busca una oportunidad, por remota que sea, ante nuestra incapacidad para llevar a cabo una rebelión armada que nos devuelva el futuro que nos ha sido robado con guante blanco. No resulta difícil reconocernos, puestos a generalizar, con nuestro pésimo inglés, falta total de modales y fotografiándonos como gilipollas frente a las pantallas de publicidad de Picadilly Circus. Una semana inhalando la humedad del ambiente mezclada con el dulce aroma del dióxido de carbono desprendido de los motores londinenses es suficiente para olvidar por completo la fiesta, la siesta y la prensa. A pesar de ello, nuestra adaptación será dura cual la de un iraní en occidente. Good luck, guys!


Well, lets rock London again!



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